Caer, caer, caer sin pausa,
la lluvia cae así, constantemente;
no sólo cae la lluvia de los cielos
también blanquea el pelo de las sienes.
Las hojas caen, al suelo en el otoño,
y van al mar, su lecho siempre verde,
dejan atrás los bosques y los ríos
y la manzana que diera la serpiente.
Cayó también con ella la inocencia
para llenar entonces de placeres,
el corazón ansioso de los hombres
y la virtud velada en las mujeres.
Los hombres viven, caen y se levantan,
en esa marcha lenta hacia la muerte,
van desgranando miles de suspiros
mientras buscan los labios que les besen.
Sigue cayendo, el tiempo día y noche,
sigue manando el agua de la fuente,
hay una unión de tierra y de semillas,
hasta lograr el fruto de los vientres.
Entonces cae el niño de su limbo,
se rompe la placenta dulcemente,
se vierte el contenido de la vida
a ese cuerpecito que ahora duerme.
También se caen los jóvenes amantes
y caen en trampas de amores muy ardientes,
en la caída, arrastran hacia el barro
la inocencia donada y que ahora muere.
Uno tras uno se marchan los ancianos,
se caen así del mundo de los fuertes,
porque la vida pasa, castiga y no perdona,
a pesar de que brillen los laureles.
Hablar entonces, aquí, de las caídas,
es a la vez caer en la corriente,
es recoger imágenes y estampas
para llevar al labio que se alegre.
Para buscar el beso y el abrazo,
que caigan a los míos y los llenen,
en la canción quizás desesperada
hallada muchas noches, en los viernes.
Más tengo que partir, ya cae la tarde,
la noche se presenta irreverente,
el tiempo de los sueños es pasado,
lo cubre ya la vida que es muy breve.
La vida de caída tras caídas,
la vida que pasamos y no vuelve,
la vida que soñamos siendo niños
la misma en que nos aman y nos quieren.
Rafael Sánchez Ortega ©
18/06/10