(Inspirado en un escrito de Luján Fraix)
"Te lo contaré esta noche", dijiste...
Y te esperé y esperé en vano mientras se pasaban las horas lentamente y mis pensamientos vagaban por un bosque irreal que guardaba los "antiguos secretos de la Navidad". Allí creí ver los árboles que surgían de entre la oscuridad y la bruma con sus ramas en forma de brazos que buscaban a la luna y las estrellas. A su lado, el murmullo del río se mezclaba con el rumor de la brisa que movía las hojas de los árboles en un coro inmortal de la naturaleza.
Sin darme cuenta empecé a caminar y me fui desplazando, dejando atrás el monte, hacia una Atalaya semiderruida, que, según cuenta la leyenda, sirvió de faro y referencia a los antiguos marineros que surcando los mares se acercaban a la costa para buscar el refugio de algún puerto. Las piedras de los muros tenían grabadas, entre el polvo, las leyendas de viajes y abordajes, que tantas veces había escuchado de los labios de mi abuelo mientras sacudía y montaba la pipa de tabaco, inconfundible, que siempre le acompañaba.
Una vez encendida, y mirando el humo, me desplazaba con su voz y la niebla del tabaco a un mundo infantil y encantador, a ese lugar donde los niños se hacen mayores y juegan a ser hombres a través de los sueños. Así recuperaba las figuras de aquellos marineros entre los que se encontraba mi padre, con cara juvenil e inocente y la de mi abuelo, con su mirada profunda, el rostro tostado por el sol, cubierto de arrugas, y aquellas manos, las manos que siempre admiré y rocé, tantas veces, curtidas y cubiertas de vida, que habían trabajado, sufrido y amado.
Desde la Atalaya se escuchaba el rumor del mar, con la resaca golpeando fuerte y rítmicamente en la costa cercana. El sonido parecía escapado de una imagen navideña y, con un poco de imaginación, incluso podía parecer que un villancico subía a mis oídos desde los labios del mar enfurecido, como queriendo, también, saludar a la vida y a los hombres.
Mis labios temblaban por el frío mientras te seguía esperando, en una "espera" larga, donde el silencio del campo y las cigarras se unían a la mudez del lago cercano y a ese reflejo de una luna de plata que se bañaba en las aguas para ocultar sus lágrimas.
Yo también me enjugué unas lágrimas porque la "espera" se me hacía eterna y, quizás adivinaba, que sería algo inútil, y solo un juego de palabras que me habías dicho para mantener la ilusión, en esta fecha, unos minutos más, quizás unas horas, y no hacerme ver la realidad que me rodeaba.
Bajé de la Atalaya aterido de frío y buscando un sitio y un lugar donde poder abrigarme y recuperar un poco el calor perdido. Pensaba en la cantidad de personas que no tendrían un techo y un hogar donde pasar la noche. Seguí pensando en aquellas caras con nombre, que tan bien conocí y conocía. Ojos inocentes que habían tenido la mala fortuna de tener y estar en un hogar roto por la desgracia familiar, por la tragedia, por la pobreza y, también, por la división del amor y un reparto inapropiado de papeles, en el teatro de la vida, como si aquellos niños fueran un intercambio de objetos sin corazón y sin alma, ante una sociedad hipócrita, enferma y decadente.
Pero estaba seguro de que los niños eran inocentes y su culpa no podría confundirse con la pobreza, ni con la inocencia y que para ellos también habría regalos y caricias, y calor de hogar en estas fechas.
Volví a pensar en mi abuelo, en mi padre. En ese mundo maravilloso que guardaba en los recuerdos y quise rescatarlo y traerlo a mi lado, en ese momento, en ese instante, para que la "espera" no se hiciera tan larga, para que pudiera ser una realidad y para que nadie se quedara sin recibir esas "migajas de amor" en esta noche mágica.
El frío intenso me hacía estremecer y los pensamientos surgían unos detrás de otros, como queriendo llegar y no perderse la entrega de aquella casita donde había tantos niños "esperando" en una reunión de caras sucias y alegres, de voces infantiles y luces multicolores, y en el fondo un Belén con unos personajes inconfundibles y aquel Niño, especial y diferente que tanta paz dejaba en su cara y en sus ojos y que invitaba a que todos siguiéramos a su lado en ese momento y a que no quisiéramos dejar de ser niños a pesar de las promesas y las palabras de los mayores.
Por un instante la niebla me dejó ver a mi abuelo que seguía hablando y narrando sus leyendas inmortales, de playas y ballenas, de cormoranes y gaviotas, de islas abandonadas y de corales con una belleza indescriptible y que, tal vez, él, no había visto nunca.
Y pude distinguir la mesa puesta a través de la ventana de la casita. Una mesa con muchos comestibles y con turrones y pasteles, con velas encendidas, con globos de colores, con un mundo de risas y alegría y donde el llanto quedaba arrinconado y a los pies de otro Niño, que estaba en una cuna dorada.
"Te lo contaré esta noche, dijiste..."
Y me quedé esperando a tu historia incompleta, inconclusa y nunca comenzada, ya que tus ojos, tan alegres y llenos de vida, se apagaron en aquella Noche singular mientras los cencerros de las vacas seguían enmudecidos ante la luz de un cometa que pasaba por el cielo.
Alguien cruzó a mi lado y sentí un roce en mis piernas que me hizo estremecer. Me agaché y pude sentir las caricias de un gatito que haciendo acto de presencia quería decirme algo para animarme, para que no abandonara, para que siguiera buscando el pulso a las estrellas y esa voz, tu voz amada, y "sin palabras", que en la noche, y con tanta magia, cantaba a la Navidad desde el cielo tan lejano
Rafael Sánchez Ortega ©
24/12/20