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domingo, 12 de junio de 2011
ATARDECER...
Se disuelve la tarde lentamente
entre las densas brumas de la noche.
Un silencio irreverente comienza
y se apodera de las calles.
Un silencio que rompe el sonido
de los coches,
las pisadas de los paseantes presurosos,
el canto de los pajarillos en el parque
y el rumor lejano de la mar,
en la bocana de la barra.
Es un atardecer en una primavera.
Es un atardecer en soledad mirando al cielo
que se apaga.
Es un atardecer del alma despidiendo
la marea de la vida.
Atrás quedaba el día azul, de contenido intenso.
Un día en que el calor vino y dejó su abrazo
precursor de este verano ya cercano.
Las almas suspiraron un momento
sintiendo ese calor y el dulce abrazo
de los rayos que dejaban su caricia.
Parecía que las manos de un amante
dibujara por el cuerpo sensaciones muy diversas.
Susurros de los cielos que venían en los rayos.
Susurros de las flores cimbreadas por la brisa.
Susurros de las aves que volaban
en la eterna primavera.
Susurros de los hombres y mujeres que pasaban
caminando hacia la iglesia y el castillo.
Susurros de los barcos que mecidos por las olas
descansaban en las aguas de la villa.
Y allí estaba él, el niño incombustible
con sus versos.
El testigo de la vida que pasaba por su lado,
anotando los detalles en su mente y su cuaderno.
El hombre soñador que no descansa por el día,
y por la noche va a la cama con sus sueños de poeta.
Y ahora aquí volvía a estar de nuevo,
en este atardecer que ya languidecía,
cuando las sombras se estiraban en un abrazo
largo y silencioso,
cubriendo de tinieblas a los hombres.
Aquí seguía el hombre y el poeta,
el niño soñador de tantas gestas y relatos,
el niño y el eterno enamorado de la vida
y de sus gentes.
Y estaba sí, sensible y arrogante ante la tarde
que escapaba y se dormía entre los brazos
de la noche.
Estaba contemplando esta simbiosis,
este beso interminable que duraba más que nunca.
...Un leve parpadeo de sus ojos le hizo despertarse.
Volvió a la realidad el niño,
y el hombre, estremecido, tomó la pluma y el tintero.
Debía de escribir, debía de narrar,
debía de contar todos los sueños de aquel día.
Debía de enlazar, entre sus versos,
las dulces melodías de la tarde,
las luces que brillaron en sus ojos,
la eterna melodía de la brisa, el beso
y el abrazo del nordeste...
Debía... ¡Sí, debía amar,
y hablar de amor en esas letras!
Rafael Sánchez Ortega ©
11/06/11
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