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domingo, 17 de abril de 2011
EL LARGO SILENCIO.
Y de pronto se hizo el silencio.
Los coches pararon su marcha,
los semáforos se quedaron quietos,
con sus luces fijas
y los pasos de cebra vacíos,
sin nadie que los cruzara.
Parecía como si el tiempo se hubiera detenido,
como si una escena irreal
cubriera la tierra.
Sólo el viejo y reluciente reloj
del Ayuntamiento continuaba su marcha,
la aguja seguía avanzando lentamente
en esos minutos interminables.
Algún coche aislado rodaba por las calles,
como si buscara el latido de esa vida
que ahora no existía.
Las farolas empezaron a encenderse
para una ciudad vacía,
para unos parques abandonados,
para unas calles muertas
y carentes de actividad.
El viento movía indolente unos viejos
periódicos, de un lado para otro,
como siguiendo el dictado de un
director de orquesta que manejara
una batuta invisible.
Pero no había espectadores,
nadie seguía esa música silenciosa y ondulante,
ni siquiera algún animal de compañía.
Tampoco se escuchaban los pajarillos,
que en las tardes se mostraban juguetones
demostrando su alegría en la alameda.
Parecía como si la vida se hubiera quedado
plasmada en un cuadro,
en una postal casi muerta y en la que sólo
tenían vida los focos de las luces,
los contados coches que pasaban,
el viento con sus notas invisibles
y aquellos periódicos que iniciaban un baile,
en el silencio,
a falta de los hombres y mujeres,
que en esta noche no se veían por la calle.
De pronto un grito rasgó la oscuridad y
rompió aquel cuadro casi místico.
El silencio fue abordado por las voces
persistentes y en aumento,
por los chillidos de las personas,
por las bocinas de los coches,
que ahora sí,
rodaban nuevamente por las calles.
Una explosión de júbilo empezó a dar vida
a la noche.
Todo había cambiado en un segundo.
Habían sido noventa minutos largos
e interminables
y ahora, un silbato, allá lejos,
había devuelto el movimiento a la vida detenida,
a la pasión contenida,
a tantas emociones de júbilo y decepción
que se quedaron convertidas
en risas y llantos,
porque al final, el partido de fútbol había terminado,
simplemente porque un señor vestido de negro
tocó el silbato y pitó el final del mismo.
Rafael Sánchez Ortega ©
17/04/11
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