He tratado de darte mis caricias
a pesar de tu gesto y de tu enfado,
yo no sé porqué estabas enfadada
pues tenías tus manos en mis manos.
Pudo ser el cansancio de tu cuerpo
tras andar por senderos en el campo,
o quizás un dolor de la cabeza
por el sol tan ardiente soportado.
Nada sé, porque nada me dijiste,
aunque tuve a tu cuerpo entre mis brazos,
y mis dedos rozaron tus cabellos
y también tus senderos y altiplanos.
Un suspiro salido de tu pecho
vino a mi, pronunciado de tus labios,
más no dijo una frase coherente
aquel dulce susurro tan velado.
Yo insistí en ofrecerte mis caricias
y borrar de tu rostro tanto enfado,
no quería una rosa marchitada
ni un clavel que te hiciera tanto daño.
Pero tú, soñadora empedernida,
con tus sueños volabas ya muy alto,
hacia el cielo de luces y de estrellas
a buscar el cometa tan ansiado.
Allá arriba se encuentra el infinito,
ese mundo de vivos y de extraños,
donde suena la música sin nombre,
donde escriben los dioses sus relatos.
Y sentí la caricia diferente,
el binomio de dioses y de astros,
en el alma prendida de mi cuerpo
con el eco sereno de tus pasos.
Y así fue que alcanzando tu mirada
una brisa en tus ojos fue el regalo,
una frase surgida en un susurro
de la fuente de un pecho enamorado.
Porque quiero entregarte mis caricias
y a los vientos gritarles que te amo,
y que el mundo presencie la locura
del amor que rebosa en mi costado.
Rafael Sánchez Ortega ©
29/11/11
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