Te recuerdo sentada en una silla
con el libro encantado de mis cuentos,
me mirabas y hablabas lentamente
y rozabas mi cara con tus dedos.
Yo seguía tus labios que me hablaban,
un sopor me invadía por el cuerpo,
era un manto de paz y fantasías
alejando fantasmas y los miedos.
A mi lado pasabas los minutos,
me arrullabas despacio, como el viento,
y dejabas la impronta de tu vida
en el marco tan lindo de mis sueños.
¡Cómo anhelo las noches ya lejanas
porque fueron el sello de aquel tiempo,
en que tú me guiaste en mi camino,
y me hiciste ser hombre, de pequeño.
Aún recuerdo los cuentos que narrabas,
Blanca Nieves y el bosque de los Elfos,
y también los piratas y vikingos
que arrasaban los mares y los puertos.
Pero siempre tenías la palabra
y también el abrazo tan sincero,
para darme la nota de cariño
y el calor tan materno de tus besos.
Sonaban las campanas de las once,
la hora convenida de los rezos,
y entonces la oración y la plegaria
mandaban nuestros labios hacia el cielo.
Por eso te recuerdo, madre mía,
y grita el corazón cuando te pienso,
sentada en tu sillita con el libro,
leyéndome los cuentos del cuaderno.
Estabas con tu moño recogido,
cansada del trabajo y ajetreo,
más siempre la sonrisa me ofrecías
y el brillo celestial de tus cabellos.
Tumbado y recostado en mi almohada
quedaba entre tus brazos, sin saberlo,
los brazos de la madre tan querida,
que ahora yo recuerdo en el silencio.
Rafael Sánchez Ortega ©
02/01/11
con el libro encantado de mis cuentos,
me mirabas y hablabas lentamente
y rozabas mi cara con tus dedos.
Yo seguía tus labios que me hablaban,
un sopor me invadía por el cuerpo,
era un manto de paz y fantasías
alejando fantasmas y los miedos.
A mi lado pasabas los minutos,
me arrullabas despacio, como el viento,
y dejabas la impronta de tu vida
en el marco tan lindo de mis sueños.
¡Cómo anhelo las noches ya lejanas
porque fueron el sello de aquel tiempo,
en que tú me guiaste en mi camino,
y me hiciste ser hombre, de pequeño.
Aún recuerdo los cuentos que narrabas,
Blanca Nieves y el bosque de los Elfos,
y también los piratas y vikingos
que arrasaban los mares y los puertos.
Pero siempre tenías la palabra
y también el abrazo tan sincero,
para darme la nota de cariño
y el calor tan materno de tus besos.
Sonaban las campanas de las once,
la hora convenida de los rezos,
y entonces la oración y la plegaria
mandaban nuestros labios hacia el cielo.
Por eso te recuerdo, madre mía,
y grita el corazón cuando te pienso,
sentada en tu sillita con el libro,
leyéndome los cuentos del cuaderno.
Estabas con tu moño recogido,
cansada del trabajo y ajetreo,
más siempre la sonrisa me ofrecías
y el brillo celestial de tus cabellos.
Tumbado y recostado en mi almohada
quedaba entre tus brazos, sin saberlo,
los brazos de la madre tan querida,
que ahora yo recuerdo en el silencio.
Rafael Sánchez Ortega ©
02/01/11
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